Nadar: del terror al placer… y más

escribe: Julia Pomiés

Nadar

del terror al placer… y todavía podemos dar un paso más:

del placer a la meditación

A un verdadero sentimiento oceánico.

El cambio es posible. Sobre todo si encontramos el deseo y el agua mansa.

 

Tal vez la historia de un recorrido pueda servir de estímulo a quienes tengan afinidades en esta paradoja (¿o no es tal?) de amor-odio hacia el agua.

Tal vez algunos ejercicios que incluye esta historia sirvan de disparadores para que otros intenten su propio camino, su propio modo de estar en el agua. Algo que para muchos de nosotros no tiene nada que ver con lo que se enseña en las clásicas clases de natación. Tengo una incipiente hipótesis todavía indemostrable: los que más miedo le tenemos al agua somos, precisamente los que más podemos llegar a gozarla. Algo así como no querer entrar por temor a no querer salir. Rastreando el tema, conocí a mucha gente que temió de chica, se tentó de joven, se animó de adulta … y es de los fanáticos que nadan todo el año. Esos que me cruzo en las pocas piletas de invierno de Buenos Aires. Pero ahora llega el verano y es el momento óptimo para hacer un intento definitorio (no en el mar ni en cursos correntosos, por supuesto) y para hacerse una pregunta trascendente:

¿Qué es nadar?

Si es trasladarse de un punto a otro a través del agua, con cierto estilo de movimientos y a tanta velocidad como lo permitan nuestras fuerzas … yo no nado. No sé nadar “crawl”, ni “mariposa”, ni siquiera un “pecho” como el que enseñan los manuales. Tampoco ando chapoteando a lo perro. Salpicando gente. O gastando energías en evitar que se me hunda la cabeza.

Yo soy del agua … en el agua mansa y segura: pileta, laguna, lago. A veces sólo floto. A veces me desplazo sin esfuerzo. Escucho sonidos en sordina, burbujas que emergen y estallan, alguna voz muy distante, zumbidos … Veo a través de un filtro azul-mágico-verde: mis propias manos, otros pies, otra figura que pasa como en un juego de espejos de un parque de diversiones. Registro en toda la superficie de mi piel una gran caricia simultánea. Disfruto bocanadas limítrofes entre el olfato y el sabor: gusto a agua en la nariz y olor a aire en la boca. Simultáneos, como los datos de la piel, llegan los de las articulaciones, los huesos … Todo me informa: no-peso-nada, soy-un-volumen-plástico, el-medio-me sostiene … Emerge en mi cuerpo una danza involuntaria. Sé que me muevo y sé cómo me muevo. Sé que el movimiento se ha hecho uno solo en todo el cuerpo pero hay algo que no sé: qué parte de mi lo dirige. Tal vez ninguna en particular. Como si una armonía de comandos pariera una armonía de gestos que se acopla exactamente al medio en que se produce. ¿Esto es nadar?

Estoy segura de que algo sucede con mis ondas cerebrales después de cierto tiempo de inmersión, relajación, flotación, armonización del tono muscular … Pierdo el hilo de mis pensamientos, pierdo mis pensamientos … Me pierdo … Pero me encuentro de otro modo. Silenciosa y expandida. ¿Esto es meditar?

Historia antigua

Supongo que la primerísima parte de mis experiencias acuáticas habrá sido allá en el útero de Irma, mamá. Intuyo que muchas sensaciones de hoy deben ser recuerdos de entonces.

También circulan por los fondos de mi memoria antiguos miedos iniciales. Algunos mamados en los primeros bañitos: las manos de Irma, temerosas al sumergirme en un agua en la que ella no confiaba. “A tu padre sí le gustaba bañarte”. Tal vez él, Adolfo, haya sembrado las primeras semillas de mi obstinación por disfrutar un elemento que, en principio, pareció destinado sólo a espantarme.

Mamá me lavaba la cara con una toalla húmeda, me bañaba sin mojarme la cabeza, me lavaba el pelo en la pileta, después de la ducha. Yo seguí la costumbre hasta entrada la adolescencia, y cuando empecé a lavarme la cabeza durante el baño siempre tenía una toalla a mano para evitar que el agua me rondara la frente y los ojos.

Mamá no andaba en bote ni en barco, ni cruzaba puentes sobre ríos o zanjones, ni atravesaba arroyitos por las piedras, ni se asomaba a la barranca del río, ni se metía en el mar. Yo tampoco, por supuesto: el agua era peligrosa y nosotras nos cuidábamos.

Otros audaces -mi papá por ejemplo-, creían que el agua era grata y confiable, y nos hacían llorar en la playa, yéndose a nadar detrás de las olas. Yo tenía 7 años… Y llegué a los 18 sin haberme metido nunca en una pileta de natación. “No se dio la oportunidad”. Por entonces acepté ir a una quinta con las compañeras del secundario. Rotundamente incómoda extendí mi blancura en malla al borde de la parte menos profunda de la piscina, por las dudas. No hubo dudas. Yo era un “blanco” cantado: me empujaron. Caí acostada, como estaba y, por supuesto, a nadie se le ocurrió ayudarme a salir: bastaba con que me parara. Pero yo no podía. No sabía dónde estaban el arriba y el abajo, sentía una extrañísima presión en los oídos y los ojos, veía luces raras, tragaba agua y pensaba en mamá ya viuda y ahora con una hija ahogada. El padre de la anfitriona se dio cuenta de mi parálisis y me sacó, azul. Me repuse más fácil de la asfixia que del ridículo.

Pero algo se despertó con aquel violento bautismo, porque a partir de entonces se me antojó aprender a nadar. Se me antojó que el agua, además de un espacio de terror, podía ser un lugar de placer. Tal vez esas luces, esos sonidos, esas presiones e ingravideces del “accidente”, esa intensidad de estímulos simultáneos, lograron impactar más allá del miedo y el peligro, informarme de su existencia y de su potente capacidad de dar satisfacción.

Por supuesto, hice un periplo conocido y nefasto: clases multitudinarias donde el primer día todo el mundo recibe las mismas instrucciones, el segundo día: “salvavidas y a lo hondo”, el tercero empujón del profesor, el cuarto: “no voy nunca más”.

Empecinada, decidí aprender sola. Con el agua a la cintura, apoyaba las palmas de las manos en una almohadita inflable, extendía los brazos hacia adelante, trataba de relajarme al máximo, de aflojar la cabeza (¡aunque me mojara la cara!, lo cual es inevitable para que este ejercicio resulte) y descubría cómo, solos, los pies se levantaban del suelo, si lo dejaba suceder. A veces intentaba algún pataleo suave pero, prefería esa inútil tranquilidad de sentir que entre el agua y el aire sostenían mi peso. Podía hacer nada, una nueva definición de nadar.

Todos somos de corcho

Al tiempo me animé a ir aflojando el apoyo de las manos, simplemente tocaba con la punta de los dedos ese objeto flotante para saber que podía tomarme de él y pararme en busca del piso firme y cercano. Los que se metieron en el agua de chicos no tienen idea de cuánto les costó pasar de la horizontal a la vertical. Cuando una se acuesta en el agua no es nada fácil volver a pararse. Se descube el modo con paciencia y torpezas. Mejor en pileta desierta. Después parece una pavada.

Un excelente día logré abandonar del todo mi almohadita-muleta y floté suelta. Con lágrimas de emoción festejé mi primer invento acuático: “la plancha boca abajo”. No era muy útil para evitar ahogos, ya que sólo podía practicarla durante el tiempo que pudiera permanecer sin respirar. Pero, pese a su toque surrealista, sirvió para demostrarme que yo flotaba como tantos mortales antes envidiados. Por otra parte, aumentó mi capacidad respiratoria. Enseguida encontré el recurso de hacerlo cerca del borde para impulsarme con una patadita que me daba cierto desplazamiento. Silencioso y sereno como el de una embarcación a vela en aguas mansas. Era lo que yo quería: nada de andar a los manotazos, peleando con el agua para no hundirme -hasta hoy me producen angustia los movimientos que evoquen gestos de desesperación por mantenerse a flote; y me sigue dando miedo embarcarme en un río “picado” o en el mar.

Varios años después empecé a aburrirme de esta y otras flotaciones que no me llevaban muy lejos y, sobre todo, no me permitían pasar a las zonas donde no hacía pie. Cualqúier intento de incursión en lo más profundo me llenaba de pánico. Viví más de una experiencia desagradable.  Los que no temen suelen ser impiadosos con los que temen: “vení más acá que no pasa nada, tonta, no ves que detrás de la rompiente está más tranquilo”. No pasa nada para el que no se aterra. A mi me pasaban litros de adrenalina por las venas y, encima, algún revolcón me hacía retroceder dos años en mis progresos.

Fiel al estilo medio absurdo que venía transitando, decidí pedirle clases a una profesora de natación para bebés. Patricia Cirigliano supo comprenderme, no me forzó. Sin apuro, me fue dando algunas ideas nuevas a partir de lo que yo ya hacía. Por ejempo: “si en esa misma plancha boca abajo soltás todo el aire y te quedás un rato vacía, tu cuerpo se va a ir hundiendo lentamente hasta apoyarse en el fondo de la pileta; en cuanto des una patadita subís volando a respirar” Intenté ese nuevo juego muchas veces, hasta que me quedó grabado qué difícil es irse al fondo. Lo que tanto temia, en realidad, era toda una hazaña. Patricia tampoco intentó convencerme de las bondades del crawl sobre el estilo pecho. Yo prefería imitar a las ranas y ella respetó mi tendencia. Aprendí. y también llegué a tirarme del borde (después de haberlo ensayado desde una silla plástica metida dentro de la pileta; pruébenlo, es una gran ayuda). Eso sí, profundidad máxima: 1,80 mts; yo mido 1,57. Pero con esos nuevos logros y esas honduras me entretuve varios años más. En ellos traté de ir trasladando al agua todo lo que iba descubriendo y aprendiendo fuera de ella, con relación al cuerpo y el movimiento: yoga, eutonía, expresión corporal, gimnasia consciente, relajación ….

No me interesó aprender ninguno de los estilos conocidos. Preferí inventar modos propios de trasladarme. Lo principal: descubrir el secreto de flotar como un corcho. y ese es un descubrimiento a cargo del cuerpo, de la pura experimentación. Simplemente, se encuentra. Y cuando se encuentra se puede jugar con distintas brazadas o patadas: avanzar sin mover las manos, o sin mover los pies, o de costado, o saliendo a respirar una vez boca arriba y otra boca abajo, como un tirabuzón.

Claro que para todo ese “despliegue” es mejor anotarse en “pileta libre” y elegit los horarios menos frecuentados. En uno de esos momentos mágicos conocí a un excelente profesor que me acompañó en mi intento de llegar hasta lo más profundo. Pasé la raya. Pasamos. Alberto estaba al alcance de mi mano, no daba órdenes desde afuera del agua. Me dijo: “si tenés miedo agarratede mí”. Y se sumergió. Logré imitar sus movimientos. Suelta. Paradójicamente, tocar aquel piso, con más de tres metros de agua por encima, me pareció como tocar el cielo. También ese día lloré de feliz.

Desde entonces, los mil inventos para transcurrir del aire al fondo y otra vez al aire me parecieron y me parecen la mejor danza de la que soy capaz. Las gorduritas no se ven ni se sienten. Las piruetas son cuestión de armonía y no de esfuerzo: se necesita más sensibilidad para adaptarse al medio que voluntad para contradecirlo. No se trata de luchar contra la gravedad sino de seguir la corriente: se pueden provocar remolinos, pero enseguida hay que ajustarse a sus leyes para que no se metan en la nariz.

Con la experiencia uno va aprendiendo más y más que los códigos del agua son otros, que es un medio distinto donde el cuerpo puede -y necesita- hablar otro lenguaje. Es un mundo por descubrir.

Buscando privacidad muchas veces he logrado estar sola en una pileta olímpica, o romper el espejo de la laguna de Chascomús cuando está serena mientras cae el sol, el viento no sopla y sólo los biguás y los pejerreyes merodean la zona… Entonces empecé a notar cierto efecto particular del agua en mis neuronas. Cierta monotonía que no es aburrida ni rutinaria. Un monotono en el que mi tono muscular se unifica y armoniza, y respiro con una canción de una nota sola, y los sonidos son monocordes, y la luz es pareja … Y todo se repite y unifica: silencio y sonido, movimiento y quietud, cuerpo y espíritu, tiempo y espacio … Nado en círculos por la gran pileta desierta. O nado cerca de la costa por la gran laguna silenciosa. Veo pasar algún pensamiento: “dentro de un rato salgo”. Veo pasar otra vuelta, otro biguá, otras luces, otros sonidos, otras nubes, otros pensamientos … Veo. Soy conciencia. Presencio. Estoy. Otra vez soy del agua; soy agua en el Agua; soy cosmos en el Cosmos.

Julia Pomiés es periodista, directora de Kiné la revista de lo corporal; Lic. Artes del Movimiento (UNA); Prof. de Expresión Corporal (Isea – CEC); Coordinadora de Recursos Expresivos (Instituto de la Máscara); integrante de AReCIA (Asociación de Revistas Culturales Independientes). E-mail: [email protected]