Consumidores consumidos
Escribe Celeste Choclin
Vivimos en una sociedad centrada en el consumo donde las necesidades creadas se renuevan sin cesar. Un fenómeno que incluye al mundo infantil y que, también, tiene al cuerpo como el epicentro de las intervenciones mercantiles. Un tema que convoca a debates acerca de la viabilidad del desarrollo en un planeta que va mostrando sus límites ¿Acaso no es posible pensar el bienestar sin consumismo?
Escribía sabiamente Cortázar, cuando te regalan un reloj “Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca…Te regalan el miedo a perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.” (“Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda un reloj”, en Historia de cronopios y de famas). ¿Cuándo el consumo empieza a consumirnos como personas? ¿Qué felicidad nos provee la acumulación de objetos y su descarte, incluso antes de cumplir su período de caducidad? ¿Qué placer produce desesperarse por intervenir el cuerpo de acuerdo a modas y tendencias? ¿Qué implicancias tiene tomar al consumo como eje del crecimiento en un planeta que va dando señales de finitud?
Compro, luego existo
Zygmunt Bauman en Vida de consumo señala que se ha pasado de una sociedad de productores, a una sociedad de consumidores. Si hace 50 años el consumo estaba dirigido a la necesidad de adquirir objetos y se procuraba que fueran duraderos, la actualidad está signada por un consumismo donde comprar ya no se limita a la posesión de un bien. El uso de vestimenta de determinada marca o del último celular se vincula a la satisfacción de deseos que van más allá de la utilidad o el lujo.
Estos consumos comprometen cuestiones más profundas como la imagen de uno mismo, la seguridad, la pertenencia, las emociones, la fervorosa necesidad de ser parte de una comunidad (aunque tan sólo se trate de una comunidad de consumidores). Por lo tanto el consumo se desplaza del objeto a la persona.
El modo de asegurar que la máquina consumista no se frene se logra creando deseos más que cubriendo necesidades. Propuestas diferentes, alternativas, originales interpelan permanentemente a un consumidor que concibe al acto de consumir como un gran cumplidor de sueños. Y ello resulta efectivo a partir de “satisfacer cada necesidad /deseo /apetito de modo tal que sólo puedan dar a luz nuevas necesidades /deseos /apetitos. Lo que comienza como un esfuerzo por cubrir una necesidad debe conducir a la compulsión o la adicción”, sostiene Bauman. Se trata de desmenuzar cada deseo y hacer productos que satisfagan la infinita posibilidad de temas que atañen a nuestra vida. Si tan sólo hacemos un recuento de la cantidad de cremas y especificidad de su función (para arrugas, para hidratar, para antes del sol, para después, para sacarse el maquillaje, etc…) que se ofrecen en cualquier perfumería nos podemos dar buena cuenta de ello. Pero ahí no termina el asunto, se debe crear la necesidad de compra, por lo tanto, es imprescindible darle una importancia notable y realizar las promesas correspondientes.
A la publicidad ya no le interesa mostrar las ventajas del producto, sino poner énfasis en sus esperanzadores efectos: felicidad, amistad, alegría, comunidad.
Se promocionan identidades asociadas a los consumos en una sociedad que amenaza con la exclusión: se vende estar “in” y el horror de estar “out”. Más allá de sus ideas, sus políticas, sus creaciones, esta sociedad persiste en centrar gran parte de su atención en el consumo de objetos. O más bien, de esperanzas.
“No sé lo que quiero, pero lo quiero ya” (Lo quiero ya, Sumo)
Esta “necesidad” de consumir es favorecida por una industria que continuamente realiza productos con una vida cada vez más reducida: “el camino que va desde el centro comercial hasta el basurero debe ser lo más corto posible”, señala Bauman. La llamada obsolescencia programada (la programación de los productos para su duración limitada) es una condición necesaria en una sociedad anclada en los permanentes deseos creados. Los objetos tienen una vida útil muy corta. Muchos productos tecnológicos cuentan con una existencia programada desde fábrica. Otros seducen con tan deslumbrantes ventajas que desplazan automáticamente al producto en uso, aunque éste sólo cuente con unos pocos meses en posesión de su dueño.
Por su parte, la impaciencia contribuye fuertemente a los procesos consumistas. El consumo debe ser rápido, instantáneo, reflejo. Y como tentar a un niño con la promesa de un mundo de chocolate, toda clase de tarjetas, cuotas, descuentos se ponen a la orden del día para financiar una adquisición que no puede esperar, que debe hacerse “ya mismo”.
Mami, ¿me compras?
Crear un producto para cada sensación hasta llegar al infinito y hacer que cada artículo caduque permanentemente resultan ideas de la que los niños no están exentos.
Para ir practicando a ser buenos consumidores hay sitios en Internet en los que los chicos se asocian, crean un personaje y como si se tratara de un shopping juegan a adquirir productos que embellecen el hábitat y la imagen de ese mundo virtual.
En la actualidad las publicidades de juguetes, todo tipo de merchandising de personajes animados o los videojuegos ya no se dirigen al mundo adulto, sino directamente a los más pequeños. Y ello da muy buenos resultados. Diversos estudios indican que son los chicos los que deciden muchas de las compras que se realizan en el hogar, tanto en lo que afecta a sus intereses como a las del grupo familiar.
Ética y responsabilidad se ponen en juego cuando de convencer se trata. La niñez es la etapa por excelencia del juego, ese lugar de búsqueda, de la imaginación, de invención, pero ¿qué sucede cuando a un consumo, le sigue otro y luego otro hasta el infinito? ¿qué pasa cuando todo aparece ya dado? ¿qué ocurre cuando ya no pongo dos sillas y una manta e imagino una casita, sino que juego con un espléndido hogar con cocinita y lavarropas que anda nada más apretar un botón?
Evidentemente la inventiva se va limitando. Sobre todo si esa necesidad caduca rápidamente y es reemplazada por la freidora para niños, y a las pocas semanas otra genialidad que se esmera en reproducir la cocina original.
Pareciera, entonces, que la creatividad se va desplazando de los chicos, a los productos y su estrategia de venta.
Uno de los ejemplos más representativos de esta cuestión es el consumo de videojuegos. Una diversión que cuenta con una gran producción, imágenes sumamente trabajadas en 3D, pero que exige muy poca participación por parte de sus jugadores (apenas tocar un botón). La experiencia del juego se encuentra sumamente mediada y aquel lugar de la invención se va limitando. De allí que la expresión recurrente de “me aburro” invade la vida de muchos chicos a los que les cuesta crear por mucho que tengan..
Cuerpos intervenidos
“¿Qué haces a cara lavada?, ¿estás enferma?” Es una expresión sumamente corriente entre las mujeres. Maquillarse, usar cremas, rociarse con colonias, usar un determinado shampoo, un enjuague específico, relajarse con sales aromáticas, plancharse el pelo, hacerse reflejos, levantarse los pómulos, esmerarse en borrar con los más variados productos las “patas de gallo”, son sólo algunos ejemplos de la casi obligada intervención del cuerpo. ¿Para qué tanto gasto, tanta dedicación, incluso en algunos casos tanta obsesión? La respuesta la podemos encontrar en las promesas publicitarias: conseguir una imagen “agradable”, parecer más joven, ser aceptado. La piel suave y tersa, el cabello con volumen y una cara despojada de aquellas marcas testigo de las vivencias (arrugas, ojeras, hoyuelos) casi como la de las antiguas muñecas de loza, proporciona garantía de belleza y sobre todo de felicidad. No se trata de que las mujeres sigan cualquier modelo de juventud, la rebelde no tiene cabida.
El consumismo, desplegado como un gran juego en el que se van abriendo cada vez más puertas hasta el infinito, procura dejar atrás los cuerpos en crudo. Los cuerpos deben ser necesariamente intervenidos. Y esta intromisión debe tener su obsolescencia programada: la imagen satisfactoria también tiene fecha de vencimiento.
Como un huracán que arrolla nuestras elecciones, lo que se viene (nunca sabemos de dónde, ni quién lo dijo) va marcando nuestra forma de peinarnos, nuestra vestimenta, el color del maquillaje e, increíblemente cada vez más, la cirugía a realizar. Y como llega e invade la imagen de cuanto miremos a nuestro alrededor, así se va porque otro producto está tocando la puerta. Como uniforme descartable, este verano, todos teníamos que llevar alguna prenda de color flúo. Imaginamos que el verano que viene otro color invadirá la panorámica urbana, entonces deberemos cambiar el vestuario para no quedar en evidencia de no haber hecho los deberes correspondientes: descartar lo pasado, para renovarse cada año.
Siete vidas
Volviendo a Bauman, resulta muy interesante su apreciación cuando señala cómo en este proceso de consumir y descartar para volver a consumir, hay un profundo deseo que se pone en evidencia: la posibilidad de volver a nacer.
“Todo se reduce a un único pero verdaderamente milagroso cambio en la condición humana: la posibilidad recientemente inventada (aunque publicitada como recientemente descubierta) de nacer de nuevo. Gracias a este invento, no sólo los gatos tienen siete vidas. Hoy se ofrece a los seres humanos convertidos en consumidores la oportunidad de amontonar varias vidas en una sola estadía abominablemente corta en la tierra, una serie interminable de nuevos inicios en el transcurso de una única visita”.
¿Quién no pensó alguna vez en cambiar algo del pasado? Hasta al sujeto más conservador le hubiera gustado tomar una situación que el tiempo dejó atrás para vivirla de otra manera y transformar aunque sea algún aspecto de su existencia presente. Ese deseo lo toma de modo formidable el consumo. Cambiar cada año el coche, renovar el armario, cambiar el color de pelo o “ponerse lolas” proporciona el imaginario de vivir una vida distinta.
El problema no radica en los cambios, en la posibilidad de vivir muchas vidas, sino en la ilusión de que a través del consumo esa promesa se haga efectiva. Porque en realidad lo que cambia no es más que la apariencia.
¿Consumidores o ciudadanos?
Para algunos autores, el consumo aparece como motor de la economía: el consumo garantiza la productividad y la productividad garantiza el empleo. Este modelo ha logrado aliviar algunas crisis, a partir de la creación de puestos de trabajo. Sin embargo, la pregunta que subyace es: ¿es válido todo tipo de consumo?, ¿se logra ciudadanía únicamente a través del consumo?, ¿es el crecimiento el único modelo de desarrollo?
De allí que desde el discurso ecológico o desde los consumos responsables se invite a ver qué hay detrás de lo que se consume y cuáles son los efectos del consumismo. La degradación del medio ambiente, los cambios climáticos son alguna de las alertas de este modo de desarrollo.
En ese contexto ¿por qué estimular el consumo ilimitado de plasmas, celulares? ¿Por qué debatirse entre destruir el mercado interno o fortalecerlo? ¿No es posible idear una tercera vía? ¿No es deseable considerar el bienestar sin consumismo?
El economista francés Serge Latouche, aborda la idea de decrecimiento. Una palabra que, desde el paradigma dominante del progreso en el que estamos inmersos, enseguida podríamos asociar a mayor pobreza. Sin embargo, el autor propone ideas como la redistribución social, la noción de comunidad, la reconciliación con una naturaleza tan vulnerada: “Hay que trabajar menos para trabajar todos y para vivir mejor”. Un modelo ya no basado en la productividad, sino en el mejoramiento de la calidad de vida.
En su libro Salir de la sociedad de consumo afirma “El final previsible de la sociedad de consumo será el final de la historia y de la aventura humana… Sin embargo, llegado al fondo del callejón, no es demasiado tarde para dar media vuelta y buscar un camino de salida practicable, guiado por otras voces diferentes de las del pensamiento único y de los discursos progresistas de la economía y la técnica”.
Probablemente sea viable la opción del decrecimiento (con distribución y no ensanchando la brecha de la desigualdad) y seguramente llegará un momento en que la finitud de recursos del planeta nos planteará su aplicación inmediata.
De lo que sí estamos seguros es que mucho antes que consumidores, somos ciudadanos. Y esta ciudadanía debe sacar al consumo de su lugar central. De esta manera podremos darle rienda suelta al enorme potencial creativo, imaginativo, hacedor, sensible que sin lugar a dudas cada uno de nosotros llevamos dentro.
Celeste Choclin es Doctora en Ciencias Sociales (UBA), Mg. en Comunicación e Imagen Institucional (UCAECE- Fundación Walter Benjamin), Lic. en Comunicación (UBA), docente universitaria UBA (integrante de la Cátedra de Comunicación I, carrera de Comunicación), profesora en UCES y Fundación Walter Benjamin; investigadora en comunicación y cultura urbana.